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El cofre de

las monedas

de oro

Dos años después de escribir esta historia descubrí, por primera vez, que existen los puntos finales.

Dos años de vida.

 

Eso era lo que le quedaba a su abuelo. El hombre con la cara redonda, deformada por una sonrisa que le solía llegar de oreja a oreja y unos ojos que brillaban aún cuando se había puesto el sol, unos ojos que ahora se dejaban envolver entre las arrugas que se le habían formado en la piel a lo largo de los últimos años.

Aquel hombre que le había acompañado todos los veranos y pascuas desde el día en que abrió los ojos, a aquel cuerpo repleto de una sabiduría propia de infinitas experiencias, sólo le quedaban dos años más. Eso había sentenciado el médico aquella mañana y así lo estaban contando él y su madre, después de una comida familiar agradable y llena de sonrisas.

Samuel no sonreía nunca. Ni siquiera cuando las cosas le hacían gracia. Había aprendido a no exteriorizar ningún tipo de emoción, a dejarlas flotando dentro de los muros de su mente, dónde sólo entraban cosas y nunca salía nada.

Aquel día, Sam escuchó pacientemente lo que su abuelo explicaba, por primera vez, con un brillo diferente a los ojos y con una sonrisa que sólo se alargaba hacia la oreja izquierda. Cuando su abuelo acabó de pronunciar las dos últimas palabras “dos años”, Sam se levantó de la mesa y salió del comedor. Nadie se inmutó, él siempre se comportaba así, como ajeno a todo lo que fluía a su alrededor, siempre con la mirada perdida, la boca cerrada y las manos tranquilas reposando en una mesa, en una silla o en sus rodillas.

Era desde luego, un chico de pocas palabras. En el último curso de la secundaria tuvo un accidente del que nunca habló a nadie, y desde entonces, se había limitado a intentar pasar desapercibido, no razonar y no expresar absolutamente nada de lo que pasaba por su mente. Su madre, eterna confidente, se dio cuenta antes que nadie de que algo le pasaba a su chiquito, que tanto solía hablar, para que ahora se limitara a comer en silencio y no comentar ni siquiera si los platos tenían demasiada sal.

Al salir del comedor, Sam se quedó parado por unos instantes. No sabía como reaccionar, y el cuerpo se le estaba llenando de unas sensaciones tan extrañas y rápidas que no logró interpretar. Decidió salir de la casa y echar a andar. El pueblo dónde vivía su abuelo y dónde se habían criado su madre y todas sus hermanos no era muy grande; tenía un par de bares que crecía a tres en épocas estivales, una piscina municipal sólo abierta Julio y Agosto, una panadería y dos tiendecitas de ultramarinos. Pero sobretodo, lo que el pueblo de su abuelo tenía era campo. Campo, campo y campo. Un montón de caminos que parecían llevar siempre a ninguna parte y a dónde podías llegar a millones de lugares perdidos. El pueblo dónde vivía su abuelo tenía un montón de casas vacías, inhabitadas, algunas medio derruidas dónde cualquier escritor ambientaría historias de fantasmas.

Cuando Sam empezó a caminar su mente no sabía dónde ir, pero sus piernas se limitaron a coger una calle, una calle cualquiera y principal, hasta que sus mismas piernas, decidieran qué camino seguir.

Giraron a la izquierda en la tercera cuesta y aunque Sam llevaba unas zapatillas blancas nuevas, siguió rumbo al campo. Era Julio y durante todo el paseo se sintió rodeado de un mar de girasoles que miraban atentos al sol.

Después de casi diez minutos con la mente totalmente en blanco, en una especie de estado de shock que nunca antes había experimentado, se le empezaron a llenar la mente de recuerdos. Recordó a su abuelo sentado en un banco fumando sus Ducado Rubio mientras le animaba a dar más rápido la vuelta al pueblo en bicicleta y coronarse como el niño más rápido en bicicleta del verano. Recordó cuando le acompañaba al campo a buscar pipas de girasol para comérselas después de cenar en la calle, tomando la noche. Recordó el día que le ayudó a construir una caseta para los gatos callejeros con unas maderas que encontraron en la basura. Recordó cuando la casa se llenó de gatos que les robaban la comida y tuvieron que meterlos en un saco y llevarlos en coche a otro pueblo. Recordó cuando lo montaba en el tractor a él y a todos sus primos y los llevaba a pasear por el campo. Recordó como supervisaba el trabajo de pintar la puerta del granero que los chiquillos hacían cada verano, y los helados que luego recibían como premio al buen trabajo. Pero sobretodo, recordó a su abuelo sentado en el banco del patio y a todos los nietos a su alrededor, escuchando muy atentamente y con ojos de fascinación las más de ciento cincuenta historias que su abuelo les contaba. Todas aquellas historias tan fácilmente sacadas de una novela como verídicas. Ah, aquellos momentos de la infancia, y no tan infancia, que conseguían calarle tan en los huesos que aun a mitad de curso o en medio de un examen, podía sentir el sabor de las pipas sin sal en sus dientes al partirse. Entonces recordó la historia del cofre de las monedas de oro.

La última vez que el abuelo cambió el suelo de la gran casa hacía tantos años que Sam todavía no había nacido. De hecho, probablemente ninguno de sus primos había abierto aún los ojos. Era casi verano y el abuelo preparaba con ilusión la casa para la llegada de toda la familia. Con el consentimiento de su mujer, la abuela de la familia, había contratado dos paletas para cambiar las baldosas con flores verdes, que ya empezaban a partirse, por unas con estampado de piedras rotas que empezaban a llevarse en todas las casas de nueva construcción.

Los paletas habían empezado a retirar las baldosas de la entrada, del salón y del primer pasillo, y ahora estaban retirando las de un segundo salón que se encontraba cerca de la cocina. Todo seguía el curso normal de el trabajo de un paleta y la supervisión del cliente que los había contratado hasta que el paleta número dos retiró la baldosa número doce empezando por la puerta del pasillo. Lo que interrumpió el ciclo normal de las cosas no fue un derrumbe, ni un corte en la mano del paleta. Tampoco fueron unos huesos de perro hallados, ni de un gato, ni la calavera de un humano. Lo que el paleta número dos encontró debajo de la baldosa número doce fue un cofre de madera. Era un cofre pequeño, de un palmo y medio y uno de alto, con una frágil cerradura y sin candado. No tenía adornos que destacaran más allá de lo que ya destaca un cofre enterrado, y aunque fuese de madera, apenas tenía olor. El paleta número uno dejo caer las herramientas al suelo, y el abuelo, sonrió dejando que sus ojos se iluminasen mucho más de lo que lo hacían ya. “Entonces, es cierto, había un tesoro en esta casa” pensó el abuelo. El paleta número dos entregó el cofre sin abrir a su propietario, y el abuelo se sentó en el suelo junto a los dos paletas y lo abrió. El cofre descubrió un montón de monedas de oro relucientes, sin ni siquiera huellas de dedos de algún antiguo dueño. Los tres hombres empezaron a discutir sin alzar la voz sobre que se debería hacer cuando se encuentra algo como aquello. Las monedas y el cofre parecían mucho más antiguos que los años de vida de los tres juntos y era evidente, que el valor debía ascender a mucho más de lo que ellos podían imaginar. Los dos paletas conocían bien las leyes, y sabían que se debía entregar al Patrimonio Nacional y dejarlas expuestas en algún museo de historia nacional, pero aún así, recomendaron al abuelo que se lo quedase, que de alguna manera ese cofre le pertenecía, y prometían con sonrisas poco creíbles no contar a nadie la historia. El abuelo tomó una decisión diferente. Era claro que el hallazgo le había más que alegrado el día, le había devuelto un poco a la infancia cuando jugaba a piratas con sus amigos, y también le había devuelto a la memoria las historias que les contaban a él y a todos sus primos su abuelo, fallecido hace tantísimo tiempo. El cofre era de alguna manera la vuelta a la vida de su abuelo, haberlo encontrado aquel día y allí, en aquellas circunstancias, podían ser un mensaje o quizá una simple casualidad no escrita en su destino. Pero creía que aquellas monedas tan relucientes, tan bonitas, no le servirían a él más que para mirarlas en un rato, y que muy probablemente, su utilidad sería mayor expuestas en cualquier museo de la provincia, como dictaminaba la ley. Así fue que con el desacuerdo de los paletas, el abuelo entregó las monedas al Museo de Historia Nacional de la provincia, cuyo director agradeció efusivamente la donación y le dio un abono ilimitado para que visitara el museo cuando quisiera. Así fue como el abuelo volvió a casa, con la satisfacción de quien hace un bien a la humanidad.

Según las intenciones del abuelo y del director del museo, el cofre de las moneditas relucientes debía permanecer expuesto en una de las salas para el resto de la eternidad, pero justo al día siguiente, el abuelo recibió una llamada: el cofre y las monedas habían desaparecido. Nadie supo que pasó después. A dónde fueron. Y ni siquiera el abuelo llegó a preguntar qué eran aquellas monedas.

Al recordar aquella historia, la favorita de Sam, el corazón se le enterneció, recobró la calidez que hacía seis años que no sentía, y como acto reflejo, sus ojos dejaron caer una lágrima, dejando así al descubierto las verdaderas emociones de Sam.

A Sam se le iluminó la mente. Le brilló con una intensidad que sólo puede lograr las ideas más remotamente locas y llenas de sentido. Sam tuvo una idea, sí, una buena idea. Como estudiante de historia tuvo el deseo, el gran deseo, de encontrar el cofre de las monedas de oro relucientes, y con él, rescatar la verdadera historia que su abuelo no consiguió descubrir. Y esa nueva misión en la vida de Sam tenía un límite, debía hacerlo antes de que su abuelo muriera, debía hacerlo antes de dos años.

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